Luis Alberto Crespo
No sé cuándo ocurrió: ¿ayer? ¿hace muchas lluvias y yo no sé cuántos veranos? Solo puedo dar fe de mi emoción aquel día cuando leía entre el hojerío del periódico y la grita de la actualidad, unos poemas aparecidos, lejos, en el diario Antorcha de El Tigre que decían el nombre de su creador: Tarek Willians Saab. Tenían algo místico cruzado de carnalidad, algo guerrero en sus bordes, algo de canto antiguo en sus imágenes de adiós de más nunca. Está claro que reproduje esos poemas en el “Papel Literario” de El Nacional. Imaginaba que Tarek William Saab, era, acaso, un escondido poeta del Levante que asomó su manera huraña en las rendijas de un periódico. Mi fantasía lo dibujaba barbado, con la nariz de halcón y un roce de arena en los pómulos. Y vino el encuentro, así, en un pasillo del periódico: Tarek William Saab no obedecía a la ilusoria fisonomía que yo había trazado entre mis sienes: era un joven de mirar tranquilo y una semisonrisa que parecía resistir a todo lo sombrío. No sé si volvimos a encontrarnos de la misma manera: a veces enviaba poemas suyos. Esa fue, en todo caso, nuestra inteligencia con el corazón. Un nuevo azar, esta vez teñido de desencanto, hizo que nos encontráramos por el camino de la poesía: la última vez que yo atendía los destinos del “Papel Literario” y abandonaba así varias décadas de entendimiento con lo imaginario y la meditación que suscita la literatura, quise despedirme dejando una escritura que se pareciera a una pureza mancillada. Entonces hallé unos poemas de Tarek William Saab. Ambos, sin saberlo, nos convertimos en errancia. Una errancia que tuvo como tienda en el infinito la casa del poeta, allá en El Tigre, donde moran sus padres y los suyos siempre con la puerta abierta al amigo y al amor.
Se dio entre nosotros una confidencia más larga y más definitiva: la que ofrecemos cuando la escritura de lo solo y de lo duro se sustraía a la orfandad del poema imposible, el poema sin forma ni resonancia.
De pronto, Tarek William Saab anduvo de hombre por la tierra: emprendió el oficio de leyes después de entenderse con los poetas de la inocencia que pululan por El Tigre. Reunió muchos poemas, asumiendo el riesgo de amarlos sin discriminación: los del susurro amoroso, los del gemido ontológico, los del silbido del sosiego y los del grito del mortificado. Les dió un título Príncipe de lluvia y duelo, con el que obtuviera el premio “Esta Tierra de Gracia” de la Dirección de Cultura del Estado Sucre y la Casa Ramos Sucre. Los he leído con fruición. En ellos encuentro aquella voz -aún formándose, aún pidiendo poda, mutismo, pausa- que me exaltara hace unos años por ese decir pleno y sonoro que con frecuencia sorprende entre una y otra imagen. Me gusta que mi amigo haya escuchado mi consejo de desglosar de Príncipe de lluvia y duelo los poemas de combate, los poemas militantes. De esta manera su libro acentúa su confidencia intimista, sentimental, su canto largo y sostenido, que a veces crispa una sentencia oscura, una interrogación sombría o ilumina, con igual esmero, el contentamiento, la celebración a la mujer, al mundo. No leamos, entonces, a Príncipe de lluvia y duelo como un libro exacto. Sería acortar la prometedora existencia poética de su autor. Leámoslo con un latido, una vehemencia y asimismo como una escritura que afirma su sonoridad y su solidez formal en la única tierra posible que pide la poesía para elevarse desde nosotros a la eternidad: la fidelidad interior, el fervor de más allá del cuerpo, cuya intemperie es el suspiro.
Caracas (1992)