Sifontes Bonilla Lezama y Valdivia
LEYENDA DE UNA HOGUERA

Selección y notas de Tarek William Saab

La vida de algunos artistas predestinados a ser mitos en el devenir de los tiempos, suelen estar signados por una turbulencia existencial tocada por la tragedia y la destrucción…

Ciclícamente y a través de los siglos, millares de poetas, pintores y músicos: han cumplido el rito de asociar la genialidad de su obra al sacrificio de una muerte temprana con el previo antecedente de fuego de asistir progresivamente al derrumbe de sus almas, mentes y corazones.

Así ha ocurrido históricamente a través de atormentadas generaciones de seres excepcionales a los cuales tenemos el deber (los que valoramos sus pasos) de honrar y enaltecer más allá de los prejuicios y limitaciones de una civilización cruel e inhumana con sus artistas más irreverentes y brillantes.

Para no citar los testimonios fundacionales que dieron origen a nuestra raza de seres vivos y pensantes, detengámonos brevemente por un momento en la hoguera que consumió a Rimbaud y Van Gohg; a Kerouac y James Dean; a Jim Morrison y Jimi Hendrix; al Ché Guevara, Roque Dalton o Kurt Cobain… y así paso a paso en la sucesiva rueda de hombres y mujeres cuyos espíritus y cuerpos estallaron en mil pedazos luego de ofrendarnos un legado de amor por la belleza artística y la cultura humana.

A esta estirpe de seres excepcionales, de pequeños genios truncados por el hambre, la desolación y el desamparo: pertenecen los poetas y pintores de Barcelona, estado Anzoátegui; que hoy en esta revista cumpliendo una obligación sagrada hemos decidido homenajear: Es en consecuencia doloroso no haber soñado en Bolivia el milagro de evitar el espantoso asesinato de una adolescente llamada Rita Valdivia, formada en la Escuela de Artes Plásticas Armando Reverón de Barcelona (al igual que Sifontes, Lezama y Bonilla)… ella luego de una breve temporada en la Caracas de los años sesenta, partió a Europa y luego del martirio del Comandante Guerrillero Ernesto «Ché» Guevara; emprendió un viaje sin retorno a su Bolivia natal, donde encontró la muerte a manos de soldados que asaltaron a sangre y fuego una casa donde se encontraba junto a combatientes del Ejército de Liberación Nacional (E.L.N.), guerrilla heredera de las hazañas militares del Ché… Rita Valdivia no pudo entonces reencontrarse nunca más en los trazos que guió su maestro Luis Luksic, años después también erosionado por el abandono y la depresión. En las callejuelas de la Barcelona que conoció sus pasos olvidados; en los muros empedrados y las mesas flotantes de Sabana Grande atravesadas por Caupolicán, «Pepe» Barroeta, Luis Camilo y «El Chino» Valera Mora; en el frío invierno de una Europa del Este que la conoció viva hasta su crucifixión en una casa clandestina de la Paz: Rita Valdivia será para nosotros una flor trunca sin espinas brotando en la resolana.

II

Conocí al poetica Eduardo Sifontes, una especie de triste Rimbaud que consumió su vida de torturas y alcoholes hasta hacerse ceniza: una tarde de diciembre del año 77 del siglo pasado a través de su escritura feroz y melancólica… a él le debo la visión doble y luminosa de encarar la vida desde la perspectiva de poeta y militante revolucionario (((casi de manera paralela a mi hallazgo de un arquetipo idéntico en su estructura orgánica como lo es el del poeta mártir de El Salvador Roque Dalton)))… me asombraba conocer que a pesar de su extrema pobreza material. Con una vida plena de penurias: Eduardo Sifontes era músico (incluso tocaba el clarinete en la Banda Municipal de Barcelona) alumno en la Escuela Armando Reverón, además de talentoso narrador, poeta, dibujante y pintor: en fin, tenía “el poetica” (como era nombrado por su pueblo) todo un mundo creador a sus pies cuando muere con apenas 25 años de edad. Vida trunca por un carcelazo en los calabozos de “La Pica” estado Monagas, acusado falsamente de ser un agente de la subversión guerrillera. Sifontes salió de prisión a principios de los años setenta herido y golpeado por una desazón existencial que lo abatió finalmente de un cáncer en aquel fatídico verano de 1974…

III

Para algunos advenedizos de la literatura venezolana y latinoamericana, este breve memorial pudiera ser un ejercicio nostálgico de un tiempo que fue y no volverá jamás: ese del cual nos sentimos aún herederos, por haber configurado “los años sesenta” la más luminosa rebelión cultural y política que estremeció a la humanidad en la última centuria. Sin embargo y más allá de ello, sentimos que tenemos un deber moral con unos artistas de nuestro país que se inmolaron con el fuego de su arte y que representan a la manera de los griegos, de Esquilo o de Sófocles: la tragedia revivida de unas existencias transfiguradas en llamaradas que superan a cualquier ficción: al purgatorio de Sifontes y Valdivia se unieron Eduardo Lezama y Luis José Bonilla. Ambos igualmente y como por circunstancia natural también ocurriera en el pasado, identificados en la vocación de ser poetas y pintores: los dos trabajaron como docentes en la Escuela de Artes Plásticas Armando Reverón de Barcelona y al igual que Sifontes y Valdivia conformaron movimientos renovadores de nuestra cultura, entre ellos el Circulo Ariosto. La influencia que ejercieron hasta los entrados años ochenta entre las jóvenes generaciones aún es valorada en estas llanuras incendiadas por el olvido. Lezama murió en 1985 en pleno ejercicio de su arte liberador y Luis José Bonilla falleció en misteriosas circunstancias en el año 1998, al parecer indignamente abandonado en un sanatorio mental. Bonilla, el mismo que se formó en la Escuela Cristóbal Rojas de Caracas y en la Escuela de Altos Estudios de la Sorbona (París 1968-1973), el mismo que fundó el grupo Trópico Uno de Barcelona, que escribió ensayos sobre pintura y que exploró un arte revolucionario hasta ver colapsado sus nervios por la misma enfermedad que de manera fatídica ha hundido en el precipicio a incontables y anónimas genialidades.
El mismo Bonilla que en esta separata encartada a la manera de hojas para el encuentro, vive junto a sus compañeros de ruta dentro de esta botella de papel que Edmundo Aray, Gonzalo Fragui y Alberto Rodríguez, arrojan al mar eterno de la poesía. Para junto a nosotros celebrar la épica honesta de unos hombres y mujeres que se consumieron al fragor de sus obras de arte concebidas como estética de liberación psíquica y espiritual de una especie humana que hoy camina manchada por el desprecio a la belleza que entraña la Cultura como la más alta cima de la humanidad… Rita Valdivia, Eduardo Sifontes, Eduardo Lezama y Luis José Bonilla sobreviven a un fulminante destino: el de habernos legado una lección infinita de supremo amor por la belleza y la libertad.

Barcelona, estado Anzoátegui 12 de enero del 2010