“Heroico sólo puede ser el individuo que ha erigido su propio sentido, su noble y natural obstinación, en su destino”

Hermann Hesse (1877-1962) se ha ganado, por derecho propio, el apelativo de «clásico» en los anales de la historia de la literatura –a pesar de la proximidad temporal que a él nos une-. Si por algo se caracteriza la obra del autor alemán, de naturaleza fundamentalmente narrativa a excepción de algunos ensayos que publicó sobre la convulsa situación política de los primeros años del siglo XX, así como alguna biografía novelada (San Francisco de Asís), es por la confluencia de dos factores: la presentación de inquietantes historias acompañadas de numerosas reflexiones que, como lectores, nos hacen imposible mantener una actitud desapasionada, indiferente:

Todo libro que leemos hace oscilar nuestra brújula interior –aseguraba Hesse en sus apuntes sobre literatura–; todo espíritu ajeno nos muestra desde qué puntos tan diferentes cabe contemplar el mundo. Pero luego hay que arrojarlo todo por la borda y pasear un rato por el bosque, observar el tiempo y las plantas, las nieblas y los vientos, y reencontrar en sí el punto sosegado a partir del cual el mundo adquiere unidad.

Este contenido, que sin duda podemos denominar filosófico, hace referencia a la necesidad del propio Hermann por dar respuesta a los interrogantes que ya en la infancia le asediaban sobre el amor, la soledad, la muerte, la felicidad, la sociedad, el arte, la política o la religión. Desde muy temprano se vio obligado a intervenir directamente en las decisiones que sus progenitores tomaban por él. A los siete meses de haber ingresado en el seminario de Maulbronn, en 1891 (con apenas catorce años de edad), Hesse huye despavorido hasta que su padre, asombrado por el fuerte carácter que mostraba su hijo, decide entregarlo a un teólogo conocido por sus prácticas de exorcismo, con el fin de que limpiara su «atormentado» espíritu. Por ejemplo, uno de los profesores que tuvo en Maulbronn escribía a través de una carta a Johannes Hesse, padre de Hermann: «está demasiado lleno de ideas exaltadas y sentimientos exagerados, a los que tiende a entregarse con exceso». El docente no dudaba en mostrar su miedo a que Hermann comunicara a sus compañeros sus pensamientos, de manera que arrastrase a otros «su anormal y morboso mundo de ideas y sentimientos».

Tales experiencias, que condujeron al aún muy joven Hermann a otros tantos intentos de huida e incluso le empujaron a ensayar la vía del suicidio, hicieron que sus padres le recluyeran en una institución para niños con discapacidad psíquica o que, más adelante, fuera enviado a Basilea y a Sttutgart, donde finalmente terminó sus estudios de bachiller, lo que le permitió enfrentarse a sus primeras aventuras laborales, primero como relojero y después como librero.

Los problemas no están ahí para ser resueltos, son únicamente los polos entre los que se engendra la tensión necesaria para la vida.

Durante más de cuatro años «todo lo que intentaron hacer conmigo resultó un rotundo fracaso»; no querían la presencia de Hermann en ninguna escuela. Cada tentativa de hacer de él un hombre de provecho acababa en una decepción paterna, a pesar de que en todos aquellos lugares a los que asistió reconocían sus «buenas dotes e incluso rectas intenciones». A los quince años, Hesse descubre la impresionante biblioteca de su abuelo, repleta de viejos libros que contenían gran parte de la poesía y filosofía del siglo XVIII. «Entre los dieciséis y los veinte años –relata nuestro protagonista en uno de sus compendios biográficos–, además de llenar montones de papel con mis primeras tentativas poéticas, leí también la mitad de la literatura mundial y me dediqué a estudiar historia del arte, lenguas y filosofía».

Fue entonces cuando Hesse comenzó, como él mismo confiesa en Demian, la auténtica conquista de su destino: «por todas partes se busca la libertad y la felicidad en algún lugar tras nosotros, de puro miedo a que se nos recuerde la propia responsabilidad, nuestro propio camino».

El oficio de librero que ejerció durante largos años le depararía sentimientos encontrados. Si bien al principio nadar en el mar de novedades literarias le concedió un gran placer, al cabo de un tiempo advirtió que, a nivel intelectual, vivir en el mero presente le resultaba insoportable: la verdadera vida intelectual comenzaba a ser posible «cuando mantenía una constante relación con lo pasado, con la historia, con lo viejo y lo antiguo». En este sentido, Hesse pensaba que las creaciones de valor en la vida artística poseen siempre como base la utilización del pasado, así como una recuperación de valores antiguos olvidados.

“Virtud es: obediencia. La cuestión es a quién se obedece. La obstinación también es obediencia. […] El que es obstinado obedece a otra ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al propio sentido”.

Hermann Hesse

Pero como él mismo testimonia en sus diarios, sólo permaneció fiel a la profesión libresca hasta que le fue económicamente necesario. Es a partir de 1904, año de publicación de su primera novela larga (Peter Camenzind) y de su matrimonio con Maria Bernoulli (unión que fracasaría estrepitosamente y que vería su fin en 1924), cuando Hesse comienza a obtener algunos ingresos importantes gracias a sus escritos. La historia de Peter Camenzind, aparentemente sencilla, cuenta los avatares de un joven de difícil infancia, en la que ha de enfrentarse a la temprana muerte de su bondadosa madre y a los maltratos físicos y verbales de un padre del que, ya en su vejez, tendrá que ocuparse. Frente a tan turbulentas circunstancias, Peter logra refugiarse en la contemplación y disfrute de la «fuerza de la Naturaleza», que siempre le acoge y asombra, hasta el punto de querer mimetizarse y ser uno con ella. La belleza no hace feliz al que la tiene, sino al que sabe amarla y venerarla.

La Naturaleza será precisamente uno de los temas recurrentes a los que acuda Hesse durante toda su carrera como escritor. Todo cuanto existe ha sido creado para que nuestra alma, mediante el arte, pueda encontrar un lenguaje y una expresión que dé testimonio del mudo anhelo de lo divino que late en el corazón de cada cosa. Un encanto que, por otra parte, encierra un hondo abismo que nos reclama permanentemente como posibles intérpretes, aunque «¡qué sería de nosotros y qué sería de la filosofía si la aspiración a la verdad fuera reemplazada por la posesión de la verdad!». Y es que, como confesaba en su diario de 1900, «nadie encuentra una oscuridad cada vez más profunda que aquel que observa sus sensaciones más fugaces y busca el origen de toda excitación».

Nuestros saberes, por mucho que se multipliquen, no acaban en un punto final, sino en un signo de interrogación. Un plus de saber significa un plus de preguntas, y cada una de estas suscita a su vez nuevas interrogaciones.

Autor de este contenido: Carlos Javier González Serrano, autor en FILOSOFÍA&CO